— ¿El decálogo de derechos humanos ha caducado?

Los libros de historia dicen que el desastre de la Segunda Guerra Mundial terminó el 2 de septiembre de 1945 y cuarenta días después, el 24 de octubre, nació formalmente la Organización de las Naciones Unidas, un instrumento diseñado para ofrecer a los países un espacio y un método de gestión alternativo a los ejércitos y los campos de batalla. Un club de estados donde discutir los problemas de los países, sobre todo en economía y seguridad. Quizás por este inicio tan corporativista, en breve, el 10 de diciembre de 1948, firmaron una declaración sobre los derechos humanos donde fueron al otro extremo y, tratando de corregir esta fuerte lógica de países y territorios, pusieron el foco en el individuo antes que en los colectivos o comunidades.
Esta tensión entre si en el centro del diseño social debe existir el individuo o la comunidad es una tensión filosófica que está en la raíz de los modelos culturales y políticos que cuentan la historia del mundo.

Hoy en día estamos abandonando progresivamente la sociedad industrial y entrando en lo que será la sociedad digital, un nuevo punto de inflexión en la evolución de los modelos sociales humanos, y esta tensión entre individuo y comunidad nos sigue acompañando. Las herramientas digitales nos permiten organizarnos colectivamente como nunca habíamos imaginado, pero a la vez también están potenciando un individualismo extremo como nunca antes. Las plataformas digitales nos gestionan uno a uno, buscan la personalización extrema y dificultan enormemente que nos vertebremos y tengamos derechos colectivos. Cuesta mucho que los usuarios de Twitter tengan voz frente a los cambios que propone su propietario. Es casi imposible que los repartidores de Amazon se organicen en un sindicato. Es pesado que la ciudadanía tenga voz propia y efectiva cuando el regulador discute con la industria qué leyes deben ordenar los datos de salud. Los músicos tienen poca capacidad de negociación colectiva con Spotify, de quien dependen económicamente cada vez más. Es muy difícil vertebrar a un colectivo con conciencia de clase. Cuesta vertebrar a los autónomos o los socios del Barça. Todo el mundo gestiona clientes y usuarios, pero todo el mundo evita promover colectivos.

Vuelve el despotismo ilustrado
En el siglo XVIII se impuso el concepto político del despotismo ilustrado, resumido en la frase “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. Es decir, “os procuraremos lo mejor, pero no queremos discutirlo con vosotros. Os queremos de destinatarios de nuestros planes, pero mientras los discutimos y elaboramos no os queremos como interlocutores”. La sociedad digital está volviendo a abrazar esta filosofía, que podríamos poner al día con la frase “todo para el usuario, pero sin hablar con él”.

Netflix, Google, Spotify, Instagram, Twitter… todo son servicios radicalmente personalizados que evitan tanto como pueden cualquier conversación con nosotros. Es casi imposible hablar con ellos, mientras ellos hacen todo lo posible por conocernos y atender nuestras necesidades incluso antes de que nosotros mismos sepamos que las tenemos. Ahora mismo, tanto las empresas como los estados quieren saberlo todo de nosotros. Todo, demasiado. Las empresas están sobrepasando líneas rojas con la excusa de ofrecer un mejor servicio, y los estados también están rebasándolas con la excusa de ofrecer mayor seguridad. Pero ni unos ni otros ponen fácil que nos organicemos y coordinemos. Nos quieren aislados, individuales y que, puestos a pensar en derechos y deberes, lo hacemos solo en primera persona.

La historia es una sucesión de modelos políticos que cada vez afectan a más población. Empezamos organizados en grupos de nómadas y hemos ido evolucionando hasta llegar a los actuales estados-nación. De gestionar a cincuenta personas a gestionar cincuenta millones. Evidentemente, las normas de convivencia no pueden ser las mismas y a lo largo de los siglos las hemos ido adaptando, buscando métodos de representatividad que permitan discutir y decidir los temas que afectan a un grupo cada vez mayor. Del cabeza de grupo del paleolítico al sistema de partidos de la sociedad industrial.

“De la Declaración deberíamos corregir su sesgo individualista y poner el acento en los derechos colectivos, algo necesario para un correcto desarrollo de la sociedad digital”

Hacen falta nuevos sistemas de gestión
Resulta muy evidente que nuestra época se está caracterizando por un nuevo aumento significativo del tamaño del grupo a gestionar, y que harán falta nuevos sistemas de gestión para ello. Empezó con la globalización y se ha disparado con la digitalización. La escala nacional no es ya eficiente para nada, ni para los negocios, ni para la justicia, ni para la política. Google tiene más de dos mil millones de usuarios, existen mil millones de dispositivos iPhone operativos, Volkswagen tiene fábricas en 21 países. Las dimensiones del nuevo terreno de juego ya no pueden alcanzarse desde la lógica de un solo estado nación, aunque sea Alemania. Ahora necesitamos discutir y diseñar las reglas de juego a nivel continental, y nuestros sistemas de participación piden actualización porque están funcionando mal a esta escala.

La sociedad digital pide herramientas para gestionar un grupo de población mayor que nunca, y debe llevarnos a explorar nuevos modelos políticos, económicos, culturales, sociales, jurídicos y quién sabe cuántas cosas más que vayan más allá del sistema de fronteras nacionales que construimos en el siglo XVIII, y da toda la sensación de que en lugar de promover sistemas de representación colectiva estamos abrazando sistemas de negociación individuales. Cada uno de nosotros firma su aceptación individual de las condiciones de uso de los servicios y no tenemos mecanismo para discutirlas. Autorizamos a Apple a tener nuestros datos de salud, pero en ninguna parte discutimos el modelo de servicios sociosanitarios que queremos para nuestros hijos.Cada vez existen más autónomos y menos asalariados, y los autónomos no tenemos mecanismos para discutir las condiciones laborales. Formamos parte de la generación que explora modelos para el funcionamiento de un grupo grande, muy grande, y no lo conseguiremos si los individuos carecen de objetivos compartidos y mecanismos de coordinación colectiva. Cuando arrancó la revolución industrial surgió el lema “proletarios del mundo, uníos” y ahora que arranca la revolución digital necesitamos “usuarios del mundo, uníos”. Debemos poner los derechos colectivos en el centro de la ecuación, porque los objetivos y los derechos individuales nos debilitan para el correcto diseño de una sociedad justa.

El esquema mental que dio pie a la Declaración Universal de Derechos Humanos se ha ido extremando hasta formar parte del problema. La defensa radical de los derechos del individuo está poniendo en riesgo la geografía humana porque, ahora que cada uno puede elegir libremente lo que quiere, el resultado son modelos cada vez menos libres. Nuestros consumos culturales son cada vez más anglófonos y menos catalanes, italianos o peruanos, y la globalización digital va allanando el mundo y haciendo que desaparezcan las comunidades culturales. Somos individuos que libremente abrazamos los patrones de consumo diseñados a siete mil kilómetros de distancia, y el resultado es que nuestros derechos culturales y todo lo que nos define como comunidad se va deshaciendo hasta convertirse en irrelevante.

La tecnología digital es la solución
Pero lejos de ser pesimista, creo que justamente la tecnología digital es la solución que debe permitirnos organizarnos colectivamente. La imprenta permitió que un mayor número de personas pudieran acceder a un texto, y ahora la tecnología está permitiendo no solo que más personas puedan generar y difundir un texto, una imagen, un dato y cualquier idea, sino sobre todo que puedan elaborar conjuntamente aquello que necesitan. Nunca había sido tan fácil colaborar, nunca había sido tan fácil apoyarnos y ayudarnos. Hoy es razonable que personas de distintos continentes trabajen conjuntamente una idea, que compartan lo que saben, lo que sienten y lo que piensan. Lo que nos hace poderosos ya no son nuestras capacidades individuales, sino la capacidad de vertebrarnos en redes. La clave de mi futuro no son mis derechos individuales, sino la posibilidad de convertirse en miembro activo de una comunidad, lo que me permite ampliar los objetivos y el alcance.
Se cumplen 75 años de la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y, si tuviéramos que ponerla al día, quizá deberíamos corregir su sesgo individualista y poner el acento en los derechos colectivos, que buena falta nos harán para un correcto desarrollo de la sociedad digital.

Genís Roca es especialista en desarrollo de negocio y cultura digital, asesora a empresas y gobiernos y dirige el Postgrado en Transformación Digital de las Organizaciones (UPF)

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