— ¿Los derechos humanos son realmente universales?

El francés Sami Naïr es politólogo, filósofo, sociólogo y catedrático especialista en movimientos migratorios y creador del concepto de “codesarrollo”. Fue asesor del gobierno Jospin y ejerció de eurodiputado entre 1999 y 2004.

Este año se cumplen los 75 años de la Declaración de Derechos Humanos. ¿Podemos hablar de éxito o fracaso, a partir de los resultados obtenidos?
No podemos hablar de fracaso en absoluto, pero tampoco podemos decir que ha sido un total éxito. La situación es diversa y la respuesta para mí es que ha habido avances. Y que, sin embargo, los derechos humanos están siempre amenazados. Y en el mismo corazón de las democracias, de las europeas en particular, está claro que las amenazas y vulneraciones de los derechos humanos han crecido en estos últimos años, particularmente, desde la crisis del 2008, que fue la mayor crisis financiera desde el 1929.

¿El balance es, pues, agridulce?
No podemos afirmar que todo va bien porque, desgraciadamente, teniendo en cuenta la situación de las minorías –sean extranjeros, inmigrantes, personas que no comparten los mismos valores de la sociedad en la que viven–, estas siguen estando amenazadas. Si tenemos en cuenta la situación internacional, podemos afirmar que la situación no ha mejorado, en modo alguno. Por ejemplo, en el África subsahariana la situación es muy mala y en los países del Magreb que tocan el Mediterráneo se han fortalecido los regímenes autoritarios. Estamos viviendo la vuelta al invierno democrático de estos países con la afirmación de sistemas autoritarios apoyados, en general, por países desarrollados por razones de alianza política que tienen que ver con los problemas de los propios estados occidentales: los problemas de estabilidad regional y de estabilidad en el Mediterráneo. De esta forma, efectivamente, podemos decir que no estamos en la situación del siglo XX –cuando imperaban los regímenes autoritarios en todo el mundo– pero también que los derechos humanos siguen siendo un problema clave dentro del proceso democrático de cada sociedad.

¿La declaración de 1948 fue un reto excesivo por el que unas minorías occidentales crearon la idea de “derechos humanos” desde su perspectiva pero con la voluntad excesivamente occidental de aplicarla en todas partes?
La decisión de 1948 no puede entenderse si no incorporamos dentro de nuestros parámetros analíticos todo lo que ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial. Los países occidentales democráticos tomaron conciencia de todo lo ocurrido durante este período de destrucción y genocidio que se practicó contra partes importantes de la población mundial; ese conflicto generó más de sesenta millones de muertes. Todo esto hacía que en esa época hubiera una especial sensibilidad por la defensa de los derechos humanos. Esto fue posible a partir de un paradigma teórico bastante sencillo que es que todos los seres humanos (independientemente de su origen, religión y convicciones) tienen derecho a la vida y nadie tiene derecho a oprimirla.
El segundo elemento es que, a partir de 1948, empezaron a desarrollarse por todo el planeta y, sobre todo, en el Magreb y América Latina, movimientos de lucha para el reconocimiento de sus derechos. Así también se reconocían los derechos de los países del Este, dado que en aquella época asistíamos al desarrollo de la glaciación, es decir, la dominación total por parte de la Unión Soviética de países enteros en los que los derechos humanos representaban poca cosa. Una de las consecuencias de esta declaración de 1948 ha sido la Declaración de Ginebra sobre los derechos de los refugiados, porque existían poblaciones enteras que huían de la dominación soviética.
De hecho, me gustaría ir un poco atrás y recordar que cuando se habla de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, es necesario ponerla en relación con la primera gran declaración, que es la de 1789: la Declaración de la Revolución Francesa, que ya reconocía los derechos del hombre y el ciudadano.

“Desde la zona donde los derechos humanos están más avanzados, tenemos que ponernos al servicio de los lugares donde no lo están”

¿Qué diferencias hay entre una y otra?
La Declaración de 1948 radicaliza la primera, ya que no solo plantea el problema de los derechos del hombre –hombre entendido como concepto genérico, que incluye a la mujer– sino que al mismo tiempo reconocía sus derechos sociales. De este modo, fue la primera declaración de la historia de la humanidad donde se habla no solo de la relación entre lo político y filosófico, sino que también se tiene en cuenta lo social, mientras que la declaración de 1789 hacía énfasis únicamente en los derechos políticos y de libertad de expresión, convicción y creencia. Este era un elemento totalmente nuevo y positivo. Por supuesto, se esperaba que las democracias respetarían cada vez más estos derechos, pero es sabido que la adopción de los textos fundamentales y constitucionales de las democracias a partir de 1948 no significa automáticamente la puesta en marcha de estos valores dentro del sistema democrático. De modo que la aplicación de los derechos es una lucha permanente, al igual que lo es también la defensa del sistema democrático.
El estado de derecho es un estado normativo con leyes y sistemas de funcionamiento que debe evolucionar permanentemente para ampliar el estado de sus derechos y, en particular, de los derechos humanos. Los derechos de las mujeres, por ejemplo, se alcanzaron en el sistema democrático con una lucha permanente. Pero nada, nunca, está conquistado de forma definitiva. La lucha será permanente porque nacen siempre nuevas reivindicaciones.

Ahora en Occidente pensamos en declarar nuevos derechos, mientras que en otras zonas del planeta todavía no han adquirido los más básicos. ¿Las nuevas exigencias occidentales ayudan a avanzar el conjunto o dificultan que haya un consenso universal?
Detrás de esta pregunta hay un problema teórico e histórico muy difícil y grave de resolver intelectualmente. Esta pregunta puedo replantearla desde mi perspectiva y a partir de dos conceptos. El primero es el concepto de desigualdades en la evolución de las sociedades: la totalidad histórica no avanza de forma global con el mismo ritmo en todas partes. Hay sectores que sí, hay otros que se retrasan y otros estancados. Y el conjunto de la totalidad es, precisamente, la permanente dialéctica entre avanzar o retroceder.
Este concepto de desigualdad es fundamental para entender la evolución de la historia y explicar, por ejemplo, que para nosotros los derechos digitales son fundamentales, mientras que son secundarios para los campesinos de los campos de África que viven sin agua.
No existe un sistema que permita organizar una evolución igualitaria en todas sus partes. Y, por esta misma razón, nosotros, desde la zona donde los derechos humanos están más avanzados, debemos ponernos al servicio de los lugares donde no lo están. Este es el papel de la comunidad internacional, de las ONG, de los partidos políticos con programa global, etc. De modo que este es el primer aspecto: luchar contra la desigualdad de los derechos humanos para ir construyendo, poco a poco, una concepción equiparada para todos.

¿Cuál es el segundo problema al que se refería?
El segundo problema, que es muy complicado de resolver, es que no existe un consenso universal sobre los derechos universales del ser humano. Existen varios puntos con planteamientos opuestos por razones históricas, culturales e identitarias; lo que a nosotros nos parece un derecho humano puede presentarse en otras sociedades como una agresión a su cultura. Este segundo punto es muy complejo de resolver por una razón muy sencilla que tiene que ver con la historia de Occidente y es que, a partir de la Segunda Guerra Mundial, todos los países que han estado dominados por Occidente hemos visto que no comparten ni quieren compartir nuestra concepción de la universalidad, que consideran hipócrita.
Por ejemplo, pueden considerar que los derechos de la comunidad nacional son mayores que los del hombre. Y que los derechos del hombre están integrados en este sistema orgánico que llamamos comunidad. Otro ejemplo es que la creencia y la relación con la religión es un problema solucionado en nuestro país, pero existen regiones del mundo donde la secularización y la libre creencia no es aceptada. ¿Por qué? Pues porque para ellos la religión, como vínculo comunitario, es la condición sine qua non de la construcción del sentido de su identidad. Y esto no ocurre solo con países con religiones diferentes; es un argumento que se desarrolla en los propios países católicos y protestantes de Europa. Inglaterra, por ejemplo, no comparte la visión francesa del laicismo; España y Alemania tampoco. Entonces, el de la universalidad es un problema muy difícil de resolver. Lo único que hemos logrado es, en la Unesco, un acuerdo sobre el principio de la diferencia y el derecho a la diferencia. De esta forma, dentro de la Unesco se defiende el derecho a la diferencia y, en nombre de esta, se rechazan los derechos humanos en muchos otros países.

¿Qué ha pasado, en los países occidentales, con el choque de valores entre “autóctonos” y “personas inmigradas”? ¿Encontraremos la fórmula de convivir?
En lugares como Canadá o Países Bajos habían afirmado una concepción radical de la diferencia. Pero cuando se trata de la dominación sobre las mujeres, cuando obligan a las mujeres a casarse, cuando algunas minorías de la sociedad dicen “nosotros no queremos tener nada que ver con vosotros porque nos amenazáis con vuestra cultura”, entonces podemos seguir viviendo juntos? Es aquí donde radica el problema, escondido en la universalidad, que es el problema de los valores comunes. ¿Cuáles son? En un paradigma de valores comunes, ¿hasta qué punto podemos aceptar las diferencias? Es un problema teórico muy difícil, pero hay que afrontarlo porque, como decía Hegel, “las sociedades solo se plantean los problemas que pueden resolverse”.

Esto me hace pensar en el “desacoplamiento” que se está produciendo entre Occidente, por un lado, y Rusia y China, por el otro, y cómo se está desmontando lo que podría ser una visión conjunta de todo el mundo. ¿Esta circunstancia lo hace todo más complejo?
Sí, pero no es solo por el auge de nuevas identidades culturales mundiales que comparten liderazgo con Occidente. Hoy, por ejemplo, si se toma el tema de Ucrania, Putin habla de la guerra del “Occidente global” contra los rusos y contra los países no alineados, como son los países africanos u otros como India o China. Putin está embarcando a estos países dentro del concepto de “Sur global”. Y no se trata de un concepto abstracto, sino que comparten esta visión: piensan que existe un “Occidente global” que no es como ellos y que ha demostrado durante tres siglos que se ha construido por encima de su cadáver. Por tanto, existe este primer problema pero no es solo por eso, sino que esto ocurre también porque hoy en día Occidente ha perdido el liderazgo a escala planetaria: curiosa y paradójicamente, con la globalización, Occidente ha sido desbordado por doquier porque no tiene una potencia cultural capaz de atraer el consentimiento de todos los pueblos del mundo.
¿Qué es Occidente hoy? Fundamentalmente una civilización material, tecnológica, de mercancías, de explotación indefinida de recursos de la naturaleza… Occidente es un sistema político y democrático que funciona mal (pero funciona) en los países desarrollados. Entonces, podemos decir que Occidente está en una crisis profunda y que esta crisis también es la crisis de sus conceptos y valores. De ahí que otros polos, otros modelos, se estén construyendo con una concepción diferente de la vida así como del sentido que pueda tener.

Con esta ampliación de las cosmovisiones que en el planeta y estas identidades culturales y de valores que cada vez se hacen más fuertes, ¿lo tenemos más complicado que en 1948?
Todos estos países han aceptado y firmado los grandes textos de defensa de los derechos humanos, empezando por la ONU. Es decir, cuando un país entra en esta organización, es necesario aceptar su Carta que defiende oficialmente estos valores, aunque no es vinculante. Este es otro aspecto interesante para comentar: hemos creado esto tan increíble de la “no-vinculación”, un concepto que significa que “tenemos buenas intenciones” pero que estas no son vinculantes. Y es que si todos los países estuvieran vinculados a estos principios, los derechos humanos se habrían transformado en elementos de lucha política de los estados. Cogemos, por ejemplo, el caso de la inmigración. La ONU organizó en 2018 en Marrakech un encuentro extraordinario sobre las leyes de inmigración y la legalización del mismo. ¿Qué país aplica este texto en su integridad? Ninguno. ¿Qué significa esto? ¿Significa que, dado que estamos ante lo no vinculante y no podemos elaborar una concepción consensuada, debemos dimitir, aceptarlo y tener una conciencia infeliz, como decía Hegel?
Mi posición es distinta. Comparto la tesis de Habermas, quien dijo: “Nosotros no debemos renunciar al núcleo duro de nuestros valores. Este núcleo duro de nuestros valores es una conquista de nuestra historia, una identidad global y, al mismo tiempo, de las luchas permanentes de los sujetos sociales de género, clase y culturales llevadas a cabo a lo largo de los siglos”.
Esto es bastante fácil de definir: para nosotros, es crucial respetar los derechos humanos, la libertad de creencias, de expresión, de organización política y de lucha por hacer prevalecer las ideas pluripartidistas, etc.; estos son los elementos clave de nuestro núcleo duro. Por tanto, decimos: ustedes pueden tener los valores que deseen, pero nosotros no renunciaremos nunca a los nuestros. Por ejemplo, para nosotros la libertad de convicción religiosa es fundamental, por lo que no respetaremos que los demás no la respeten. Y es necesario que, en nuestra casa, ellos se adapten porque algunos de sus comportamientos nos parecen una regresión.
Otro ejemplo es el de los derechos integrales de las mujeres. Siempre defenderemos los derechos de la mujer, puesto que nuestro pasado ha supuesto un crimen histórico contra las mujeres. Nosotros hemos decidido no aceptarlo más y, por eso, no podemos hacer concesiones por “respeto a los demás”.

“En el Sur a menudo se toman los derechos humanos a broma porque nos reprochan la doble moral que practicamos en Occidente”

Así que su conclusión es que en ningún caso debemos ceder lo que hemos conseguido para conseguir un acuerdo.
Exacto. Por suerte existe la geografía y aquellos que no estén de acuerdo pueden ir a vivir a los países donde se practique otra forma de ver el mundo. Pero debemos decirles: “Si vives con nosotros, debes saber que no aceptaremos la dominación del hombre por encima de la mujer”. Y esta es mi posición con todo el respeto, porque tampoco puedo condenar a quienes no están de acuerdo. Pienso que es muy importante hablar y comunicar, ser tolerante y decir: “No tenéis la misma convicción, pero debéis entender nuestro punto de vista”.
Hay que entender que el problema de los valores no solo es abstracto, sino concreto, en el sentido que los valores deben transformarse en normas jurídicas. Siguiendo con el ejemplo, los valores de respeto por la mujer han sido valores de reconocimiento. Ahora bien, es necesario pasar de este reconocimiento de valores a las normas. ¿Qué clase de leyes es necesario hacer para concretar estos valores? ¿Para que las mujeres no deban preguntarme a mí o que seamos nosotros los que tengamos “la bondad de conceder sus derechos”? No, es un derecho y no existe discusión.

En muchos países subdesarrollados los derechos humanos no son tomados en realmente en consideración. Pero también es cierto que la retórica de los derechos humanos ha ganado la partida en el mundo global y ya casi nadie se manifiesta en su contra, explícitamente. ¿Podemos ser optimistas con lo logrado?
Sí, pero hay que recordar que cuando las personas de estos países en vías de desarrollo se ríen de los derechos humanos no se debe a que estén en contra de ellos –de hecho hay que tener en cuenta que en estos países también hay movimientos muy importantes de lucha por los derechos humanos–, sino porque están en contra del discurso de la doble moral, algo completamente distinto. Por ejemplo, en Oriente Medio, nos dicen: “¿Cómo podéis hablar de derechos humanos cuando hay un estado que está aplastando, cruelmente, al pueblo palestino, cuando hay cientos de resoluciones de condena del consejo de seguridad de la ONU y nadie mueve un dedo? ¿Esto son derechos humanos?”. Es normal que no se crean nuestra justicia y la vean como una mentira. Es una justicia de doble hilo.

Será que realmente tienen razón, los que nos critican por ello.
¡Por supuesto que tienen! ¡Tienen más que razón! Nosotros luchamos en nuestros países y tenemos derecho a hacerlo para cambiar esta situación e intentamos influir en nuestros gobiernos para que hagan algo. Pero, fundamentalmente, estamos en el corazón de las dificultades de Occidente y su compleja misión de expandir y proponer sus valores a nivel mundial.
Por otra parte, cabe preguntarse sobre el discurso que Occidente propone a escala planetaria. ¿Cuál es el mundo que estamos construyendo? ¿Qué sentido tiene este proceso de mercantilización generalizada en el que el único valor que impera es el de la mercancía? ¿Qué sentido tiene este sistema cuando ciudades magníficas y preciosas se convierten en parques turísticos donde no se puede vivir? Occidente está atravesando una profunda crisis de su propio sistema. ¿Qué significa este sistema frente a la amenaza ecológica? ¿Qué hemos hecho para evitar que en invierno tengamos días de verano prácticamente? ¿Qué mundo dejaremos a nuestros hijos? Estamos destruyendo el vínculo social común y todo esto en aras de una tecnología no controlada, un sistema mercantil no controlado, una concepción de la vida basada únicamente en lo presente. Hemos perdido el control del concepto de “lo que está por venir”, ya no sabemos cuál es el futuro de cada uno. El presente se ha convertido en el futuro.

Acabemos con Ucrania. En los últimos cincuenta años, cuando ha habido un conflicto bélico, siempre ha primado la idea de acabar con la violencia, fuera como fuera. En cambio, ahora parece que el grueso de la gente apoye incluso a armar a los ucranianos porque son los que trabajan en pro de los derechos humanos. Es un cambio total, ¿no?
Sí. En cuanto a Ucrania, querría decir varias cosas. La primera es que se trata de una invasión criminal y de una violación y una vulneración, también criminal, del derecho a la soberanía de Ucrania. Esta violación ha sido condenada por las instituciones internacionales legítimamente, por lo que los ucranianos tienen derecho a defenderse.
En segundo lugar, sin entrar en detalles sobre por qué ha pasado esta invasión –el gobierno de Ucrania también ha tenido un papel– debemos ayudar a este país a defenderse. Económica y militarmente, si nos lo pide. Dicho esto, es necesario plantearse el otro lado del relato. ¿Por qué Europa ha decidido recibir con los brazos abiertos seis millones de refugiados y, cuando se produjo el drama de los refugiados de Oriente Medio en 2015, estos fueron rechazados en el mar? ¿Por qué esta doble vara de medir?
El sentimiento de las personas que se manifiestan en favor de Ucrania es bueno, justo y positivo. Yo mismo participé en estas manifestaciones, pero creo que, en cierto modo, nuestros gobiernos tienen interés en estas manifestaciones y no con los refugiados que vienen de otros lugares del mundo. Respecto a Ucrania, los gobiernos europeos tienen interés por razones económicas: el ucraniano es un mercado de 42 millones de consumidores potenciales que la UE quiere integrar en su seno. La UE no habla de integrar a Marruecos o Turquía, que piden una asociación más estrecha desde hace treinta años. Estamos ante un evento en el que la justicia impera felizmente con nuestro deber de solidaridad, pero también donde los intereses escondidos son importantes. Y esto, de nuevo, hace aparecer la duplicidad de intereses de los países democráticos cuando sus intereses están en juego. Hay que seguir apoyando a Ucrania y esperar, desear, que todo esto acabe con una negociación que pueda restituir a los ucranianos la integridad de su territorio. Un acuerdo de paz debería dar a los dos adversarios las garantías internacionales para que puedan convivir y pueda desarrollarse entre ellos una política de solidaridad, como siempre había existido entre estos dos países, y no de guerra.

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