— ¿Los derechos humanos son iguales para todo el mundo?

Mamadou Bah nació en primavera, en un suburbio de Conakri, en la República de Guinea, una noche de luna llena. Su madre se había casado con un hombre veinte años mayor que ella, pero le amaba con ternura y devoción. Mamadou conoció enseguida la necesidad, la única comida diaria y el cariño familiar dentro de las cuatro paredes del apartamento que compartían con los primos venidos desde Labé, una ciudad al norte. Él era el mayor de tres hermanos y su sentido de la responsabilidad le empujó a estudiar en academias de poca luz y de paredes húmedas para procurarse un futuro.

Una mañana, un profesor de matemáticas y barriga hasta los muslos, le repitió las palabras de Voltaire: “Los hombres nacen libres e iguales, pero a partir de entonces dejan de serlo”. Ese oráculo cambió su adolescente percepción de la vida. Y aunque, como el resto de los jóvenes de su edad, la promesa de cambiar el apetito cotidiano por un salario en las minas a cielo abierto de bauxita dio a luz su incipiente ambición, en la École Professionnelle de Géologie et des Mines descubrió que 85 estudiantes por promoción era un número demasiado desproporcionado para sus expectativas laborales en la minúscula industria guineana del aluminio. O, como decía Mamadou, la minúscula industria francesa del aluminio en Guinea.

Pero la mayor y más lastimosa decepción le vino de parte de la familia de Kesso, una joven malinké que conoció en un parque del centro de la ciudad. Como Mamadou, pelo de pura cepa, se había atrevido a manchar el honor de una malinké, aunque fuera con su consentimiento, los hermanos de Kesso se lo tenían jurada y le esperaban en las cercanías del suburbio para matarlo a traición, en algún callejón sin salida enfangado por los orines. Así que, una mañana fría y con neblina, decidió seguir el recuerdo de sus antepasados peul, el pueblo nómada más grande del mundo, y subió a un camión destartalado con rumbo a Bamako, Mali, y a Europa.

Mamadou era hombre de pocas palabras y sonrisa amplia. Por eso, nunca habló mucho de los catorce meses que necesitó para atravesar el Sáhara argelino o los nueve meses de angustiada vida en Marruecos. Cuando algún curioso le interrogaba sobre los dos largos años de su desierto africano, Mamadou se encogía de hombros y sonreía con los ojos tristes todavía golpeados por los recuerdos. Y así cerraba la cuestión.

Una noche de junio, logró atravesar el mar en patera, con otros 45 hermanos, hasta tocar alguna playa de Almería. Sus tres primeras noches europeas las pasó al bochorno de los calabozos de una comisaría. Las autoridades renunciaron a expulsarle enseguida por culpa de esa extraña y arbitraria comodidad administrativa de no querer cumplir siempre la ley. Fue más fácil para la policía subirle a un autobús y enviarlo a ciegas hasta Barcelona. Allí, a pie de calle, encontró a algunos ángeles samaritanos llamados Maria, Anna, Ignasi o Miquel. Sin decir nada, estos y otros muchos le mostraron lo que buscaba desde que salió de Conakri: algo como lo que los más ancianos llamaban derechos o, también, lugares donde sentirse seguro y confortado. Pidió asilo, vivió en una comunidad de familias, abierta y alegre aunque caótica; trabajó por horas en una imprenta, aprendió a cocinar à la catalane y a hablar con cierta agilidad las nuevas lenguas.

Un año después del desierto y la patera, Mamadou pensaba que su vida merecía la pena.

Derechos humanos universales, pero desiguales
Setenta y cinco años atrás, los derechos humanos fueron proclamados “universales” para toda persona, es decir, que estaban “incluidos por defecto” en ser persona. Más formalmente, se dice que son universales porque están arraigados en la dignidad común a todo ser humano, llegando a todos y cada uno de los seres humanos. Los derechos humanos descansan en una condición esencial de dignidad que les da sentido.

En la Declaración Universal de 1948, los derechos humanos se fundamentaron en una radical igualdad compartida: todos somos humanos. Y, como lúcidamente enseñó a Mamadou su profesor de matemáticas, cuando la desigualdad aparece, hay desprecio de la dignidad y queda dañada la universalidad de los derechos humanos. Seguramente, la desigualdad es la piedra de toque más escandalosa si queremos seguir afirmando la universalidad de los derechos humanos.

La historia del proceso de aprobación y entrada en vigor de los instrumentos fundamentales de derechos humanos de la ONU puede ayudar a entender mejor por qué las proclamas de derechos universales apenas fueron más que superficiales.
El 10 de diciembre de 1948, la Asamblea de Naciones Unidas adoptó la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH), por solo 48 votos favorables. El borrador se elaboró sin que participaran la mayoría de los pueblos del mundo, en un momento en que comenzaba la guerra fría, el período de enfrentamientos entre los estados del bloque comunista controlado por la URSS y los estados occidentales, liderados por los EE.UU. En la votación del 10 de diciembre, Arabia Saudí, Bielorrusia, Checoslovaquia, Polonia, Sudáfrica, Ucrania, la URSS y Yugoslavia se abstuvieron.

El tratado internacional que debía convertir en norma jurídica la simple declaración pronto resultó imposible que fuera aprobado. En 1952, la Asamblea General decidió dividir el proyecto en dos tratados independientes que permitieran a los bloques enfrentados priorizar unos derechos sobre otros. Mientras los países occidentales ponían el énfasis en los derechos civiles y políticos y evitaban compromisos de relieve respecto a los derechos sociales, los países del Este defendían la prioridad de los derechos económicos, sociales y culturales, posponiendo compromisos en el cumplimiento de los otros.

En 1966, dieciocho años después de la DUDH, pudieron aprobarse ambos pactos internacionales: el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Pero estos dos pactos solo entraron en vigor diez años más tarde, en enero y marzo de 1976, respectivamente. Así pues, hasta casi treinta años después de la DUDH no hubo normas jurídicas internacionales en vigor que reconocieran ni garantizaran los derechos humanos. Hasta ese punto influyó la guerra fría y condicionó el resultado de los pactos: fueron fruto de la lucha pragmática y política de poderes e influencias en un mundo bipolar después de tres décadas de duras negociaciones. Es más, si se observa la historia de los derechos humanos en el período de posguerra, es fácil concluir que las políticas de derechos humanos han estado, en conjunto, al servicio de los intereses económicos y geopolíticos de los estados capitalistas hegemónicos. Todo ello bastante alejado de la imagen humanista, optimista y casi bucólica que tienen los derechos humanos entre la opinión pública.

Los invisibilizados y los olvidados
También existe una curiosa dinámica interna en la generación de los derechos humanos: la atención sobre unos derechos u otros es desigual. Cada generación ha intentado reconocer los derechos de quienes fueron invisibilizados u olvidados en la generación anterior. Quizá se trate de mala conciencia. En la primera generación de derechos humanos, quedaron fuera el trabajo y los esfuerzos de quienes protegen, cuidan, trabajan, aprenden o educan. En la segunda generación quedaron fuera las minorías étnicas, de género, culturales y nacionales.

Los derechos humanos se definen así históricamente por el olvido voluntario de aquellas personas que no vieron sus derechos reconocidos. Un ejemplo gráfico tiene que ver con la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados, adoptada en Ginebra (Suiza), el 28 de julio de 1951. Si rescatamos de internet o una enciclopedia la foto del acto de firma de la Convención, podemos apreciar que los firmantes son hombres adultos, de raza europea caucásica, vestidos uniformemente. Hay que fijarse unos segundos para distinguir la presencia de dos mujeres que, una sentada en la mesa y otra de pie, en segundo plano, contemplan lo que ocurre.

En 1951, muchas de las personas refugiadas en el mundo eran europeas, es cierto. Pero también es cierto que los procesos de descolonización a partir de la Segunda Guerra Mundial provocaron grandes movimientos de personas en Asia y África, de los que apenas se hace mención en la definición del derecho de asilo. Así, la independencia de la India, en 1947, provocó una crisis de desplazamientos entre los nuevos estados (India y Pakistán), y entre las diferentes regiones sometidas a disputas religiosas y territoriales, crisis que nunca se cita cuando se aprueba, cuatro años más tarde, la Convención de Ginebra para los refugiados.

“Los procesos de descolonización a partir de la Segunda Guerra Mundial provocaron grandes movimientos de personas en Asia y África, de los que apenas se hace mención en la definición del derecho de asilo”

Las cuestiones de género o de identidad sexual tampoco eran relevantes en 1951 para merecer la protección de la Convención.
La reparación del olvido en la historia de los derechos humanos se hace de forma gradual, pero sobre todo parcial e incompleta. Siguiendo el ejemplo del derecho de asilo y refugio, solo a partir de 1967 se levantó la restricción geográfica de la Convención y no fue hasta los años ochenta cuando se introdujeron la identidad sexual y el género como causas de protección internacional.

Y solo entrado el siglo XXI, la Convención de la Unión Africana para la protección y asistencia de los desplazados internos en África, adoptada en Kampala (Uganda) en 2009, reconoce que las personas “víctimas de evacuaciones forzadas en casos de desastres naturales o producidos por el ser humano” merecen el estatuto de protección. En los trabajos preparatorios de la Unión Africana se descubre que la Convención se refiere a estos desplazamientos forzados, entre otras causas, por las consecuencias del cambio climático. Por primera vez, se reconoce un grado de protección que va más allá de la persecución étnica, religiosa, ideológica o política. Ir más allá de las estrecheces sobre el refugio y el asilo de la Convención de Ginebra de 1951: esta es la enorme lección africana de Kampala para todos. Sin embargo, todavía quedan en el olvido otros muchos derechos humanos.

Lo que parece indiscutible es que la redistribución de los derechos no es universal. Los derechos humanos no lo son. Los académicos del Derecho Internacional Público defienden que sí lo son: el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP) y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC) han alcanzado y superado la cifra de 160 estados participantes se han convertido, por tanto, en universales.

Los derechos humanos no son universales
Mamadou clama que no es así. Los sufrientes del mundo claman que esto es mentira. Primero, por una cuestión de hecho: los derechos humanos no se aplican de forma universal. Si así fuera, también se habrían aplicado en la Guinea natal de Mamadou. Segundo, por su conceptualización: los derechos humanos actuales, a lo sumo, son una “modalidad de localismo globalizado”. Tal y como han sido concebidos, los derechos humanos son un instrumento para que Occidente se proteja del resto del mundo y la conquiste económica y extractivamente. Además, se formulan en contra de “cualquier concepción alternativa de la dignidad humana que esté socialmente aceptada” en otra parte distinta de Occidente.

Solo hace falta poner un ejemplo de los derechos humanos como “localismo europeo”: cuando en marzo de 2022 la Unión Europea decide desempolvar un instrumento diseñado en 2001 para la guerra en Kosovo y que nunca se había activado hasta entonces, otorga de un día para otro un estatuto de protección internacional (asilo) excepcional a todos los que huyeran de Ucrania y se refugiaran en Europa. Siria, Eritrea, Afganistán, Irak, Sudán del Sur… nunca merecieron esta protección. Las naciones europeas han convertido supuestos derechos universales en derechos selectivos, derechos arbitrarios. Con lo ocurrido en el caso ucraniano, Europa desprecia el sufrimiento de las demás partes del mundo y les envía un mensaje: “No sois sujetos de derechos universales”.

De hecho, plantearse la cuestión de la universalidad de los derechos humanos es ya una cuestión cultural occidental. Solo el pensamiento occidental necesita confirmar o demostrar que los derechos humanos son universales. Ninguna otra cultura presente en el planeta siente esta irresistible tendencia a reivindicar que su pensamiento es universal. Esta tendencia, que es pueril y narcisista, se muestra no solo respecto a los derechos humanos. Llama la atención que la literatura, la pintura, la arquitectura, la música e incluso la ciencia y la economía occidentales sean universales. Si buscáis modelos universales, encontradlos en las obras de Shakespeare, Cervantes, Fidias, Miguel Ángel, Mozart, Newton, Galileo o Keynes. El canon occidental no solo se ha impuesto jurídicamente a través de los derechos humanos.

Los derechos humanos modernos son conceptualmente occidentales, pero también coloniales, imperialistas culturales, y han forzado el derroche de la experiencia del mundo no occidental. Han sido “epistemicidas”, como escribe Boaventura de Sousa Santos. En el mundo de los derechos humanos también está subyacente el mundo de la modernidad con “estructura caníbal”, descrita por Achille Mbembe. Los derechos humanos se aplican a unos humanos o no se aplican a otros de forma homicida.
Si, por último, los derechos humanos no son universales, si simplemente son un localismo occidental, ¿qué consecuencias tiene esta afirmación? Pues que los derechos humanos protegen solo a algunos humanos y no a todos; que los derechos humanos se diluyen como un azucarillo en situaciones palmarias de desigualdad; que los derechos humanos agonizan en la irrelevancia cuando se trata de revertir las injusticias globales y globalizadas.

Las contradicciones
En sus comentarios al concepto de ciudadanía, como pertenencia a una determinada comunidad política estatal, el jurista Luigi Ferrajoli cita las contradicciones del primer derecho internacional de los derechos humanos, el llamado ius gentium o ‘derecho de gentes’. Ya desde el siglo XVI, durante la conquista castellana de América, los derechos “fueron proclamados como iguales y universales en abstracto aunque eran concretamente desiguales y asimétricos en la práctica, porque era inimaginable la emigración de los indios hacia Occidente, y servían para legitimar la ocupación colonial y la guerra de conquista […]. La situación se ha invertido hoy. La reciprocidad y universalidad de los derechos han sido negadas. Los derechos se han convertido en derechos de ciudadanía, exclusivos y privilegiados, a partir del momento en que se trató de tomarlos en serio y de pagar su coste”.

La parábola inicial hablaba de la historia de un hombre que viaja largamente en busca de algo que no se dice pero se muestra, se reconoce, se construye, se defiende: derechos. Mamadou intuye que los derechos humanos deben estar en algún sitio, o más bien son algún lugar. Él sale de su tierra para encontrarlos, para llegar a donde ya están. Pero ni su camino es solitario ni allí donde encuentra algo parecido a los llamados derechos, estos llegan solos o perfectos: hay muchas personas que son cómplices para que la consecución de una vida más digna para Mamadou se haga realidad. La de Mamadou es también una tarea colectiva y política. Por eso mismo, también gradual, gradual, laboriosa a menudo.

Mamadou nos enseña que los derechos humanos reclaman la existencia de obligaciones generales, universales, o sea de todos, no solo del Estado o de las instituciones. Este puede ser un principio para dejar de burlarnos de los derechos humanos, para tomarlos en serio.

Josetxo Ordóñez Etxeberria es doctor en Derecho, licenciado en Filosofía, abogado de la Fundació Migra Studium y profesor de Derecho Internacional Privado en la UPF

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