— Los derechos humanos favorecen la democracia?

Dice una cita de Voltaire, concretamente en su Diccionario filosófico de 1764: “Tener la seguridad, cuando estás en la cama, que despertarás en posesión de las mismas propiedades con las que fuiste a dormir; que, a negra noche, no serás arrancado de los brazos de tu esposa, ni de tus hijos, para ser arrojado a las profundidades de un calabozo o enviado al exilio en medio del desierto; que, cuando te levantes, tendrás el poder de publicar libremente todos tus pensamientos; y que, si eres acusado de haber actuado, hablado o escrito incorrectamente, solo podrás ser juzgado de acuerdo con la ley. Estos son los privilegios que tiene cualquier persona que pone los pies en territorio inglés…”.

Seguramente esta descripción, algo idealizada, que hacía el famoso filósofo ilustrado de una Inglaterra de la segunda mitad del siglo XVIII, paradigma de los derechos civiles, hoy la matizaríamos teniendo en cuenta, entre otras, las noticias provenientes del Reino Unido sobre el tratamiento que recibe cierto tipo de inmigración en ese territorio. Pero si empiezo por esta reflexión de Voltaire no es para comentar el caso particular de lo que ocurre en las Islas Británicas. Lo hago para subrayar el hecho de que, desde su concepción, los derechos humanos fueron ideados no como una serie de derechos singulares, independientes y aislados unos de otros, sino como un conjunto de derechos interdependientes, que interactúan entre sí y que necesitan un contexto político-legal favorable para ser efectivos y reales.

La interdependencia, pues, entre los derechos humanos y un mecanismo de gobierno digamos de carácter “representativo” o democrático ya formaba parte del corazón del proyecto ilustrado que fructificaría con la independencia de Estados Unidos o la Revolución Francesa. Un ejemplo bien claro lo encontramos en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, que lo explicitaba en el artículo VI y en el XVI.

Sin embargo, con esto no quiero significar que el marco normativo de los derechos humanos de hoy en día sea hijo exclusivo de la Ilustración; evidentemente es uno de sus pilares, pero no el único. Otro sería el Ius Gentium o Derechos de Gente desarrollado en la época moderna por la Escuela de Salamanca, que, ya en el siglo XVI, defendía los derechos de los indígenas americanos frente a los excesos de los colonizadores europeos. Es más, como veremos seguidamente, la Declaración Universal de los Derechos Humanos hoy vigente fue fruto de un debate rico y plural en el que hubo que entender diversas fuentes y postulados diversos, algunos de ellos antagónicos.

El debate de la universalidad
Y es que creo importante aportar ciertos elementos en torno al debate sobre la universalidad de la Declaración de 1948, un debate recurrente y no siempre bienintencionado. Es evidente que la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 es el resultado del momento, contexto y formato en que esta fue concebida y redactada; tampoco podría ser de otra forma. Pero de aquí a afirmar, como hacen ciertos sectores, que se trata de un documento resultante exclusivamente de postulados “occidentales”, lo que la hace inviable para ser aplicada como instrumento universal, existe un salto argumental que no responde a toda la verdad y que, al menos, pide ser matizado de forma detallada.

Como veremos más adelante, este es un debate que se da en el mundo de las ideas, ya que desde un punto de vista formal, del derecho internacional, la aceptación de la Declaración de 1948 es general. Pero dada su relevancia y el hecho de que en muchos casos son precisamente los enemigos de los derechos los que plantean planteamientos de este tipo, buscando una “exención cultural” a su aplicación en algunos contextos políticos o sociales específicos, creo que es importante hacer el siguiente conjunto de aportaciones y aclaraciones.

Es evidente que en 1948, en un mundo todavía muy marcado por la clave colonial –y también la masculina– el proceso de elaboración de la Declaración asumió un gran número de principios y postulados de la tradición filosófica y jurídica que hoy llamaríamos occidental. Pero también es cierto que el proceso de elaboración fue mucho más abierto, rico e inclusivo de lo que a priori podría pensarse, o de lo que a veces se quiere hacer creer.

Para empezar estamos hablando de un proceso que fue liderado, hace 75 años, y eso hay que subrayarlo, por una mujer. Es cierto que se trataba de Eleanor Roosevelt (1884-1962), ex primera dama de Estados Unidos (1933-1945), viuda del presidente Franklin D. Roosevelt (1882-1945) y reconocida escritora y activista por los derechos civiles, humanos, sociales y de la mujer. Por tanto, se trataba de una personalidad proveniente de un entorno especialmente privilegiado, pero el hecho de que el largo y complejo proceso de redacción que condujo a un instrumento como la Declaración Universal fuera liderado por una mujer –reitero, hace tres cuartos de siglo – es, ya de por sí, algo a tener en cuenta y valorar.

Igualmente, cuando se profundiza en las discusiones que hubo en el proceso de elaboración, una de las primeras cosas que sorprende –ante el supuesto paradigma de un planteamiento “occidental”– son precisamente los choques que hubo entre las distintas realidades de este supuesto bloque, mucho menos homogéneo de lo que a priori podría parecer. Pongo como ejemplo las discusiones que, en todo este proceso, hubo entre los delegados de tradición jurídica “anglosajona” de y la tradición jurídica “francesa”. El caso más significativo es el referente al artículo sexto. El redactado final, en la versión catalana, dice: “Toda persona tiene el derecho en todas parte al reconocimiento de su personalidad jurídica”. Pero la primera versión era en francés y decía: “Personne ne doit être privé de sa personalité juridique”. Roosevelt lo tradujo directamente a: “No one shall be deprived of their juridical personality”. Y eso produjo una tormenta proveniente de las delegaciones americana y británica, puesto que en el sistema jurídico anglosajón no existe el concepto de “personalidad jurídica”. Fueron necesarias largas discusiones y negociaciones especialmente entre anglosajones y francófonos –estos últimos incluían no solamente la delegación francesa sino también todas las latinoamericanas– hasta que el principio fue finalmente aceptado. Además, y gracias a René Cassin, se encontró la formulación adecuada que pudiera ser aceptada por todos: “Everyone has the right to recognition everywhere as a person before the law”. Un artículo que en su traducción a las distintas lenguas se adapta a la existencia, o no, del concepto de “personalidad jurídica” en cada caso.

Una declaración que es un cruce de influencias En este sentido, es interesante considerar el hecho de que, si bien la Declaración nació con gran influencia, desde la perspectiva filosófica, de la corriente neojusnaturalista (inspirada en Rousseau), también lo hizo con grandes dosis del “personalismo” de Mounier o del “humanismo integral” de Maritain, corriente muy en boga en aquella época. Pero igualmente fue influenciada, por su parte, por el pensamiento marxista y de los posicionamientos provenientes del bloque soviético –en aquellos momentos también especialmente influyentes– en tanto que la Declaración y los dos pactos que le siguieron reconocieron y asumieron completamente la reivindicación de los derechos económicos y sociales.
En su redacción participaron no solo representantes de los países dominantes, como EE.UU. (Roosevelt, John P. Humphrey), Reino Unido o Francia (René Cassin, Henri Laugier, Stéphane Hessel), sino que hubo una gran participación de los países latinoamericanos, que fueron claves en todo el proceso, en especial los delegados de Chile, México y Uruguay. Como tampoco se puede obviar el papel que desempeñó el filósofo y diplomático libanés Charles Habib Malik o también el que llevó a cabo el Dr. P. C. Chang, de China, que intervino de forma decisiva en muchos de los principales debates.

Y como ejemplo del equilibrio entre los distintos posicionamientos representados, voy de nuevo a otro ejemplo, en este caso el que detalla la complejidad de la redacción de los artículos primero y segundo de la Declaración. El artículo primero explicita: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos. Son dotados de razón y de conciencia, y deben comportarse fraternalmente unos con otros”. Pues bien, el primer borrador hablaba de “All men are created equal” y aunque Estados Unidos y muchos países de tradición cristiana querían mantener la mención a la “creación”, finalmente se optó por otra más universal y inclusiva de sensibilidades políticas, filosóficas y ético-morales diversas.

En el caso del artículo segundo, este indica: “Todo el mundo tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, lengua, religión, opinión política o de cualquier otro tipo, origen nacional o social, fortuna, nacimiento u otra condición”. Pues bien, para no entrar en excesivos detalles por cuestiones de tiempo y espacio, cabe resaltar la larga discusión que hubo con respecto a este artículo, sobre todo en referencia a las palabras property (que no fortuna) y birth (‘nacimiento’), con largas intervenciones de los delegados del bloque soviético, de EE.UU., de Cassin pero también de China y otros países.

Otro ejemplo de la voluntad de universalidad del proceso de elaboración de la Declaración es el proceso de consultas que llevó a cabo el director general de la Unesco, el poeta americano John Huxley. Una consulta en la que participaron, entre otros, Mahatma Gandhi.

Esto no quiere decir que el proceso fuera perfecto y no tuviera déficits, pero fueron los propios del contexto de la época, y debe reconocerse que, en contra de lo que a algunos les gusta apuntar, la Declaración Universal nació con esta vocación y, por eso y entre otros, finalmente cambió el nombre original de Carta Internacional de Derechos a Declaración Universal de los Derechos Humanos.

En este sentido, cabe recordar también la composición de la Comisión de los Derechos Humanos, constituida con la misión inicial y clave de preparar la Carta (futura Declaración), la cual incluyó dentro de un total de dieciocho países representantes de Egipto, Filipinas, India, Irán, Líbano y China. Así como el hecho de que entre los 48 países que votaron a favor de la versión final de la Declaración, se encontraron Birmania, Egipto, Etiopía, Filipinas, India, Irán, Irak, Líbano, Liberia, Pakistán, Siria, Tailandia, Turquía y China. Hechas estas apreciaciones, que considero importantes, pasamos a una perspectiva más formal de la citada interdependencia entre los derechos humanos y la democracia.

La relación entre derechos humanos y democracia
Como ya hemos dicho, la relación entre los derechos humanos y la democracia es una cuestión que lleva años debatiéndose y que ha generado todo tipo de posicionamientos. Ahora bien, debe tenerse en cuenta que se trata de un debate de carácter teórico en tanto que formalmente la interdependencia entre democracia y derechos humanos es incuestionable, y el consenso de la comunidad internacional sobre este aspecto es más que claro. Además, la propia Declaración Universal elaborada en 1948, ya lo recoge en su artículo 21, como lo hace también el Pacto de Derechos Civiles y Políticos, de 1966, en su artículo 25.
Por tanto, la democracia no solo está en relación con los derechos humanos, sino que es uno de los derechos que conforman su núcleo. Principio y derecho que queda codificado por los instrumentos internacionales. Es en este sentido importante subrayar la relevancia del artículo referido dentro del Pacto de Derechos Civiles y Políticos (1968), en tanto que instrumento legal que compromete a los estados que forman parte de él, es decir, la práctica totalidad de los estados miembros de Naciones Unidas (con excepciones notables como la de China, que lo tiene firmado desde 1998, pero aún no la ha ratificado; o Arabia Saudí, que no la ha firmado aún).

Pero, además, esta relación “de interdependencia y refuerzo mutuo” entre ambos conceptos es reconocida también en la Declaración y Plan de Acción de Viena (1993), resultante de la Conferencia Mundial de los Derechos Humanos, en particular en el artículo número ocho; así como por diversas resoluciones de la Asamblea General de Naciones Unidas. Igualmente, el Comité de Derechos Humanos y su sucesor, el Consejo de Derechos Humanos, tienen varias resoluciones al respecto, entre ellas varias sobre los elementos definidores de la democracia desde la perspectiva de los derechos humanos.

También es muy relevante destacar el hecho de que el consenso sobre esta cuestión no lo es solo en los organismos de derechos humanos de Naciones Unidas; existe un enorme corpus de declaraciones e instrumentos de todo tipo (tratados, declaraciones de principios, planes de acción, códigos de conducta, recomendaciones…) que establecen una clara interdependencia no solo entre democracia y derechos humanos, sino con los conceptos claves del estado de derecho, la paz y el desarrollo sostenible.
Un gran conjunto de instrumentos que, más allá de su estatus legal, evidencian un consenso de la comunidad internacional (estados, organizaciones intergubernamentales y no gubernamentales, organismos y agencias especializadas de Naciones Unidas, mundo académico, etc.) en este ámbito. Entre otros, encontramos –más allá de organismos europeos y paneuropeos como la Unión Europea, el Consejo de Europa o la OSCE– instrumentos resultantes de organizaciones internacionales como la Unión Africana, la Liga de Estados Árabes, la Organización de Estados Americanos, el Mercosur o la Comunidad de Democracias. Algo especialmente relevante y que hay que tener en cuenta sobre todo cuando se plantea el ya mencionado debate sobre la universalidad de los derechos humanos o también del sistema democrático.

El crecimiento de los populismos
El pasado verano, la Alta Comisionada de Naciones Unidas por los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, hacía un interesante discurso en Boston donde reflexionaba, precisamente, sobre la “crisis y la fragilidad de la democracia en el mundo” y su afectación sobre los derechos humanos. Durante el discurso, indicaba que –con datos de 2021– el nivel de democracia que goza globalmente una persona media en todas partes había descendido a los niveles de 1989, con un declive democrático especialmente evidente en regiones como Asia Central, Europa Oriental, el Asia y el Pacífico y partes de América Latina y el Caribe.

En los últimos años, personajes como Trump en Estados Unidos, Bolsonaro en Brasil, Duterte en Filipinas, Erdogan en Turquía, Modi en India o Netanyahu en Israel, están poniendo a prueba algunas de las principales democracias. También en Europa, personajes como Orban en Hungría, y el crecimiento generalizado de los partidos de extrema derecha ponen en situación de máximo estrés el funcionamiento de los mecanismos de gobernanza democrática y erosionan, día a día, derechos que hasta ahora teníamos por logrados y consolidados; también en el Estado español. Y todo en un contexto donde la actitud autocrática de muchos países crece o se refuerza, empezando por China, pasando por Irán o Rusia y tantos otros.

Los motivos son muchos y diversos: el crecimiento del populismo (tanto de derechas como de izquierdas), la desinformación (incluidas las fake news), pasando por la pérdida de confianza en las instituciones, la polarización creciente entre (e intra) países… una verdadera “carrera hacia el abismo”, en palabras de la Alta Comisionada.

Y esto es especialmente grave cuando vemos cómo algunas democracias, de las que consideramos consolidadas, copian algunas técnicas del “manual” de los gobiernos autoritarios, sea utilizando mecanismos de espionaje masivo como Pegasus o imponiendo restricciones respecto a la libertad de expresión, al derecho de representación política oa otros derechos esenciales para el correcto” funcionamiento del sistema democrático. Algo que debe hacernos reflexionar a todos.

Manuel Manonelles es politólogo especializado en relaciones internacionales y derechos humanos

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