— ¿La declaración de los derechos humanos es poco feminista?

Efectivamente, la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 es poco feminista –y poco universal, todo hay que decirlo–, pero no tanto por su origen, a pesar de que ya haremos inciso a esto más adelante, sino más bien por su estaticidad y la autocomplacencia y la falta de autocrítica de las Naciones Unidas en los últimos 75 años.

Una de las razones la podemos encontrar en la propia mirada excluyente y en la herencia y huella cultural, social y política que dejó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, cuya crítica llevó al cadalso Olympe de Gouges en 1793 a ser guillotinado, dos años después de que publicase la Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana con un epílogo que decía: “Mujer, despierta; el somatén de la razón se hace sentir en todo el universo; reconoce tus derechos. El potente imperio de la naturaleza ha dejado de estar rodeado de prejuicios, fanatismo, superstición y mentiras. La antorcha de la verdad ha disipado todas las nubes de la necedad y la usurpación. El hombre esclavo ha redoblado sus fuerzas y ha necesitado apelar a las tuyas para romper sus cadenas. Pero una vez en libertad, fue injusto con su compañera. ¡Oh, mujeres! ¡Mujeres! ¿Cuándo dejaréis de estar ciegas? ¿Qué ventajas habéis obtenido de la Revolución? Un desprecio más marcado, un desdén más visible… ¿Qué os queda entonces? La convicción de las injusticias del hombre. La reclamación de su patrimonio, fundado sobre los sabios decretos de la naturaleza; ¿qué deberías temer vosotras de una tan noble empresa, quizás las buenas palabras del legislador de las Bodas de Caná? Creéis a nuestros legisladores franceses, correctores de aquella moral tanto tiempo vigente, pero ya pasada de moda, cuando nos repiten: mujeres, ¿qué hay de común entre nosotros y vosotros? Todo, deberíais de responder”.

Pero lo que trascendió no fue el texto de Olympe de Gouges, sino la declaración oficial de 1789 de aquellos revolucionarios que promulgaban un “Liberté, égalité, fraternité” solo para unos pocos. Ni igualdad de género ni abolición de la esclavitud entraron en la agenda política de la glorificada y mitificada Revolución Francesa.

Las mujeres invisibilizadas
Si miramos atrás, pero no tanto, muy probablemente descubriremos que en la escuela ni siquiera nos enseñaban que una de las impulsoras de la Declaración Universal de los Derechos Humanos fue Eleanor Roosevelt, escritora, activista, política y ex primera dama de Estados Unidos. Tampoco nadie nos explicó que el lenguaje inclusivo de la declaración (aquel “Todas las personas nacen libres e iguales” al principio era un “Todos los hombres…”) se lo debemos a las activistas feministas Hansa Mehta y Bodil Begtrup, de India y de Dinamarca, respectivamente; o que la inclusión de la “igualdad entre hombres y mujeres” en el preámbulo de la Declaración fue gracias a la diplomática dominicana Minerva Bernardino y que la no discriminación sexual fue fruto de la incidencia de la francesa Marie-Héléne Lefaucheux. Son solo algunos de los nombres de las escasas mujeres que participaron de algún modo –con mayor o menor presencia– en la formulación de la Declaración. Y puede parecer una cuestión anecdótica, pero es sintomática de la invisibilización de las genealogías de mujeres en la historia y también, por supuesto, en los libros de texto. Porque si ni siquiera las mujeres con poder y con ciertos privilegios han logrado el reconocimiento que les tocaría en el imaginario colectivo, ¿qué pueden esperar el resto?

Pero más allá de eso y teniendo en cuenta que quizá sea una perogrullada decir en estos momentos que la universalidad de los derechos humanos es más que cuestionable, el caso es que son muchos los sujetos subalternos (mujeres, sí, pero también personas LGTBIQ+, personas racializadas, migradas y refugiadas, pueblos originarios, minorías lingüísticas y religiosas…) que aunque se supone que deberían estar incluidos en esta supuesta universalidad, de facto, no lo están.

Para entender el porqué de esta ausencia, sin duda, debemos prestar atención a la narrativa sobre los derechos humanos, y preguntarnos quién se ha apropiado del relato durante las últimas siete décadas y pico y desde qué prismas, paradigmas y privilegios se ha construido el marco de reflexión y el campo semántico en torno a estos derechos.

“El lenguaje inclusivo de la declaración lo debemos a las activistas feministas Hansa Mehta y Bodil Begtrup, de Índia y de Dinamarca”

¿Quién se apropió del relato de los derechos humanos?
Escribía Gayatri Chakravorty Spivak en su imprescindible ensayo Can the Subaltern Speak? (1988) que “la historia de la lógica del capital es la historia de Occidente, que el imperialismo establece la universalidad de la narrativa del modo de producción, que ignorar el subalterno hoy es, a la fuerza, continuar el proyecto imperialista”. Este es el lugar situado en el que se enmarcan y nacen los derechos humanos y esta es la historia de un imperialismo (el de las potencias del Eje central) intentando devorar a otro (el representado por el Reino Unido y los Estados Unidos) y de cómo los resultados funestos de aquel conflicto designado como mundial solo se midieron y abordaron desde una mirada profundamente eurocéntrica, desde una lógica capitalista que puso el foco en la reconstrucción y la recuperación económica y desde un patriarcado que solo se señalaba de forma sutil como causa de la desigualdad social.

Zaki Habib Gómez, por otra parte, aludiendo al concepto de interseccionalidad desarrollado por Kimberlé Crenshaw en 1994, explica que “si uno debe rebelarse contra la opresión, debe hacerlo contra todas las formas de opresión a la vez (racismo, capitalismo y patriarcado), de lo contrario caerá en las mismas narrativas de las que pretendía emanciparse”. Pero no fue así en 1948 y todavía sigue siendo una reivindicación pendiente de varios movimientos sociales.

Porque sin una perspectiva feminista e interseccional, los derechos humanos siguen siendo patrimonio de hombres blancos privilegiados que, incluso, utilizan la narrativa de los derechos humanos para emprender conflictos armados en países del Sur global, mientras miran hacia otro lado frente a las vulneraciones de derechos dentro de sus propios estados.

Vulneraciones bien concretas como la Ley de extranjería española o la necropolítica fronteriza que practican la Unión Europea y Estados Unidos y que tienen ejemplos bien palmarios como el genocidio –por acción y omisión– de personas migrantes y refugiadas en el Mediterráneo, el muro flotante que atraviesa el Río Bravo, la masacre de Melilla del 24 de junio de 2022 o la imagen viral de Fati Dosso y su hija, Marie, muertas en el desierto de Libia en julio de 2023. Vulneraciones también como la de los feminicidios y la falta de garantías de una vida libre de violencias machistas, más aún, cuando aparte de ser mujer eres racializada, trans, tienes un trabajo precario y criaturas a cargo, estás en la calle, tienes algún tipo de diversidad funcional o, incluso, todo a la vez. ¿Dónde están y qué son los derechos humanos para estas personas más que, precisamente, una declaración? ¿Dónde están reflejadas sus necesidades, sus idiosincrasias, sus particularidades?

Pero la enumeración sigue… Vulneraciones también de derechos humanos y derechos ambientales como las de las transnacionales occidentales y su expansión neocolonial por todo el territorio de Abya Yala y otras regiones del planeta, expropiando los recursos naturales y negando la subsistencia y la dignidad a millones de personas.

Ya lo decía Eduardo Galeano en su desgarradora obra Las venas abiertas de América Latina: “El creciente retraso de las grandes áreas del interior, sumergidas en la pobreza, no se debe a su aislamiento, como sostienen algunos, sino que, por el contrario, es el resultado de la explotación, directa o indirecta, que sufren por parte de los viejos centros coloniales convertidos hoy en centros industriales”.

La fuerza de la resistencia
Colonialidad, patriarcado y capitalismo siempre han ido de la mano en una alianza que ha intentado aplacar las resistencias sobre la base del miedo y la violencia. Así lo explica Silvia Federici en su magistral obra sobre la relación entre el nacimiento del capitalismo, el colonialismo y la caza de brujas: “(…) la demonización de los aborígenes americanos sirvió para justificar su esclavización y saqueo de los recursos. En Europa, el ataque librado contra las mujeres justificaba la apropiación de su trabajo por parte de los hombres y la criminalización del control sobre la reproducción. Siempre el precio de la resistencia era el exterminio. Ninguna de las tácticas desplegadas contra las mujeres europeas y los súbditos coloniales hubiera podido tener éxito si no hubieran sido apoyadas por una campaña de terror. En el caso de las mujeres europeas, la caza de brujas jugó el principal papel en la construcción de la nueva función social y en la degradación de su identidad social”.

Un ejemplo más de esta coalición entre sistemas de opresión fue expuesto por otra filósofa feminista, María Lugones, hace más de quince años, en su imprescindible artículo Colonialidad y género: “Las mujeres cherokee habían tenido el poder de declarar la guerra, decidir el destino de los cautivos, hablar en el consejo de hombres, intervenir en las decisiones y las políticas públicas, elegir con quién (y si) casarse, y también del derecho a llevar armas. El Consejo de Mujeres era poderoso política y espiritualmente. Dado que los cherokees fueron expulsados y se introdujeron arreglos patriarcales, las mujeres cherokee perdieron todos estos poderes y derechos. Los iroqueses pasaron de ser gente centrada en la madre y el derecho materno, organizada políticamente bajo la autoridad de las matronas, a ser una sociedad patriarcal cuando se convirtieron en un pueblo sometido”.

El mundo ha cambiado, la lucha también
El cruce entre violencias y subyugaciones de diversa índole viene de lejos y también las resistencias de los sujetos subalternos privados de derechos y privilegios. Sin embargo, las sociedades han cambiado, las crisis a las que nos enfrentamos se han hecho más complejas y los movimientos feministas, antirracistas, ecologistas y anticapitalistas, entre otros, han colocado sus reivindicaciones políticas, económicas, sociales, ecológicas, culturales e identitarias en el ágora y la discusión global sobre los derechos desde hace más de cinco décadas.

Pretender que una declaración de derechos sumamente generalista y occidentalista puede ser representativa de las reivindicaciones y los agravios de una mayoría social, solo puede ser fruto de la negligencia, la ingenuidad o, directamente, de una intención poco disimulada de mantener los privilegios del 1 por ciento de la población mundial y la justicia global en el plano de la utopía.

Sonia Herrera Sánchez es doctora en Comunicación Audiovisual, docente universitaria y especialista en estudios feministas y periodismo de paz

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